El teléfono comenzó a sonar de madrugada, pero nadie lo
cogió. Desde mi cama, al otro lado de la pared oía los timbrazos, insistentes,
y después de un rato, el silencio. Pero al cabo de unos segundos el teléfono
volvía a sonar y otra vez, yo me removía en mi cama, cada vez más nervioso,
mientras en el piso de al lado nadie parecía escuchar el sonido estridente del
teléfono. De nuevo silencio. A ver si ahora podía volver a dormir.
Esta vez tardó un par de minutos, pero el teléfono volvió
a sonar, insistente, agudo, irritante, y yo me incorporé en la cama y di unos
golpes en el tabique que separaba el cabecero de mi cama del de mi vecino, un
tipo normal, educado, que siempre daba los buenos días y hacía un comentario
jocoso sobre el tiempo cuando compartíamos el ascensor. El teléfono hizo una
nueva pausa, para tomar aliento, y volvió a sonar, esta vez más fuerte aún,
incrustando cada timbrazo en mi oído, perforándolo hasta llegar al cerebro,
dañando sin duda un montón de neuronas que ya nunca se repondrían de semejante
agresión.
Esta vez me levanté, busqué las zapatillas y me dirigí a
la puerta. Una vez en el rellano observé la puerta de mi vecino y escuché
atentamente. No se oía nada.
Estaba ya dudando, pensando si lo mejor sería volver a mi
cama, cuando volví a oír el teléfono sonando, esta vez un poco más lejos. ¿Por
qué tendremos esa costumbre de poner el teléfono en la mesilla de noche? Si mi
vecino lo hubiera puesto en la salita probablemente yo ahora estaría durmiendo
plácidamente.
Respiré con fuerza, apreté la mandíbula y toqué el timbre
de la puerta. Esperé unos segundos. Volví a escuchar el teléfono y me sumé al
concierto haciendo sonar una vez más el timbre. Dejé mi dedo pegado al timbre y
añadí unos golpecitos en la puerta, que fueron subiendo de intensidad conforme
la tensión de mi mandíbula empezaba a reflejarse en un dolor agudo en mi
cabeza. Aporreé la puerta a dos manos, mientras dentro el teléfono seguía
llamando. Y por fin lo conseguí. Empezaron a abrirse las puertas de mis vecinos
y alguien se acordó de mi madre.
El vecino de la puerta tercera me miraba estupefacto.
—¿Pero qué haces Ramón? ¿Qué escándalo es este?
—El teléfono, ¿no oyes el teléfono? ¡Me está volviendo
loco!
—Son las cuatro de la madrugada Ramón, por favor, ¿es que
quieres que alguien avise a la policía?
—¡No! No, claro que no —. Una leve taquicardia se apoderó
de mi al imaginar que la policía podría presentarse en el edificio en cualquier
momento— No lo había pensado, lo siento.
—Tranquilízate, venga, vamos a tu casa y hablamos ¿de
acuerdo?
Me dejé empujar suavemente hasta el interior del piso,
oyendo todavía el teléfono incesante y los murmullos de los vecinos que se iban
apagando tras las puertas.
—¿Te has vuelto loco?, ¿es esta tu manera de guardar un
secreto?— susurró Guillermo nada más cerrar la puerta.
—Lo siento. No podía dormir. El teléfono no paraba de
sonar.
—Y a ti no se te ocurre otra cosa que ponerte a aporrear
la puerta.
—Me puse nervioso. ¿Por qué no coge el teléfono? ¿No se
habrá ido sin nosotros?
—¿Dónde quieres que se haya ido?, piensa un poco. El
billete lo tienes tu ¿no?
—Si, si, tienes razón. No tiene ningún sentido que se
haya fugado. Pero entonces, ¿Por qué no coge el teléfono? ¿y quién le llama con
tanta insistencia?
—Y yo que sé quien le llama. Probablemente será su madre.
—Sí, claro, su madre, pero ¿a las cuatro de la madrugada?
Esto es para volverse loco.
—Mira, voy a prepararte un whisky, te sentará bien. Y a
mí también. ¿Tienes hielo?
Volvió al cabo de unos minutos con dos vasos tintineantes
y me tendió uno. Bebí un largo trago. Lo necesitaba. La noche había sido muy
larga y el día que despuntaba prometía serlo más aún. Solo hacía unas horas que
eran millonarios y ya se sentía diferente. A decir verdad no se reconocía a sí
mismo.
La noticia le había sorprendido en el bar, tomando unas
cañas con sus vecinos, dos divorciados, igual que él, condenados a vivir en
aquel bloque de apartamentos baratos en las afueras. La amistad no era
profunda, pero simpatizaban por obligación y una cosa había llevado a otra.
Cada mañana subían juntos al tren de cercanías para ir a
sus oficinas en el centro. Empezaron compartiendo las miserias de sus
respectivos divorcios y acabaron jugando una Primitiva a medias. El bote de esa
semana los sacaría para siempre de aquel barrio de mierda y sus ex no verían ni
un euro. Solo había una condición, nadie
tenía que saberlo. Así sellaron el pacto de silencio, brindando con cerveza por
los treinta y tres millones de euros que se repartirían.
Y de eso hacía apenas cuatro días, cuatro o cinco, no lo
sabía bien, la cabeza le daba vueltas y no acertaba a enfocar la vista. Intentó
coger el vaso que le tendía su amigo pero se le resbaló entre los dedos como si
fueran de mantequilla. Al principio no entendió nada, no había bebido tanto.
Pero luego vio la expresión en la cara del otro y se le heló la sangre.
—¿Dónde lo has guardado Ramón? Venga capullo dímelo, de
todos modos acabaré encontrándolo.
Pero ya sólo podía mirar, aturdido desde el sofá, notando
como su cuerpo se iba entumeciendo lentamente. Entendiendo por fin porqué el
otro gilipollas no cogía el teléfono y sabiendo que a él no le iba a llamar
nadie en muchos días, no le iban a echar
de menos en mucho tiempo. Y que para cuando los vecinos notaran el olor aquel
desgraciado ya estaría muy lejos.
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