domingo, 19 de febrero de 2017

Sopa casera de garbanzos



Lleva mucho tiempo sola. De lunes a viernes trabaja en la fábrica de sopas instantáneas y al regresar a casa solo tiene ánimo para pulir el hueco que ha forjado en el sofá viendo, un día tras otro, ese concurso de cocina.
Ni siquiera habla con sus vecinos, más bien los evita; pero sabe que en el entresuelo vive una anciana, acelgas con patatas y pescado hervido; en el segundo una pareja joven, macarrones boloñesa y bistec con patatas; y en el primero, un divorciado que mata el hambre a base de precocinados y microondas. El número veintisiete de la calle Tánger huele a soledad y sopa de sobre.
Hace dos años que no tiene una cita. Al último chico no le gustó el restaurante que ella propuso —demasiado elegante—, ni el sushi —él era más de hamburguesas—, y tampoco le debió gustar que le preguntase si sabía cocinar, porque no ha vuelto a tener noticias suyas.
Su antiguo novio la mira desde la pantalla y emplata un magnifico solomillo con reducción de Oporto ante los chefs televisivos. Ella ha reconocido el ingrediente extra de la salsa y le duele que él diga que es uno de sus trucos de gran cocinero.
Ella ya no cocina nunca. Guisar le provoca una tristeza tan honda que sus lágrimas acaban estropeando salsas y caldos. Es un desastre. Solo en la fábrica parece no importarles que llore sobre los pucheros. Esas sopas ya daban pena antes de que la contratasen.
Intenta olvidar las promesas de amor que se hicieron: que tendrían una estrella Michellin en común, y que podrían sus nombres a los postres de la carta. Pero aún recuerda como olía el sofrito o las lentejas con chorizo, y como sabían las natillas y la trata de chocolate.

Por fin hoy, el día más frío del invierno, su pituitaria se ha fugado por la ventana persiguiendo un olor seductor: el perfume de un caldo paciente. A su mente han acudido imágenes dormidas, fotos de un recuerdo infantil, de garbanzos bailando en una cazuela de barro mientras madre majaba los ajos. Ha entornado los párpados, entregándose al éxtasis de los aromas perdidos, y cuando el repicar del mortero le ha susurrado una promesa de pan frito, se ha levantado del sofá, ha abandonado el concurso de los fogones, y ha decidido ir a pedirle una tacita de arroz a su nuevo vecino.

Mi participación en el concurso de Zenda #historiasdeamor

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